Wednesday, October 25, 2006

Fortaleza

DISPUESTO A CAER

La fortaleza supone vulnerabilidad:

Sin la vulnerabilidad no se daría la posibilidad misma de la fortaleza ya que si el hombre puede ser fuerte es porque es esencialmente vulnerable.

Relación implícita con la muerte: la más grave y honda de todas las heridas es la muerte. Ser fuerte es , en el fondo estar dispuesto a morir o estar dispuesto a caer si por caer se entiende morir en el combate.

Martirio sin romanticismo

El acto propio y supremo de la virtud de la fortaleza, aquel en el que esta alcanza su plenitud, es el martirio. La disposición para el martirio es la raíz esencial de la fortaleza cristiana. Sin una tal disposición jamás se daría este hábito.

La Iglesia piensa que el hombre tiene que estar dispuesto a dejarse matar antes que negar a Cristo o pecar gravemente. La Disposición para la muerte es, por lo tanto, uno de los fundamentos de la doctrina cristiana.

La Iglesia cuenta a la disposición para el martirio entre los fundamentos de la vida cristiana. El recibir la herida –la herida se entiende aquí toda agresión, contraria a la voluntad, que pueda sufrir la integridad natural- no constituye la esencia toda de la fortaleza, sino solo la mitad exterior de ella. El fuerte no recibe esa herida por su propia y voluntaria voluntad. Si la recibe, es mas bien por conservar y ganar una integridad más esencial y más honda.

Victoria Mortal:

Ela martirio se aparecía a los ojos de la Iglesia primitiva como una victoria, aun cuando también sea cierto que se le apareciese como una victoria mortal.

El fuerte no sufre por sufrir ya que no desprecia la vida

El que es fuerte o valiente no busca ser herido por su propia voluntad. El sufrir por sufrir no constituye para el cristiano menor sin sentido que para el hombre natural.

El mártir no menosprecia la vida , pero la tiene en menos que aquello por lo que la entrega.

El hombre ama su vida natural no por ser solamente hombre sino que la ama justamente porque y en la medida misma en que es un hombre bueno.

LA FORTALEZA NO DEBE FIAR DE SI MISMA

No se trata de vivir peligrosamente sino rectamente.

Si la esencia de la fortaleza consiste en aceptar el riesgo de ser herido en el combate por la realización del bien, se esta dando por supuesto que el que es fuerte o valiente sabe que es el bien y que es él es valiente por su expresa voluntad de bien. Por el bien se expone el fuerte al peligro de morir. Al hacer frente al peligro no es el peligro lo que la fortaleza busca sino la realización del bien de la razón. El soportar la muerte no es laudable en si sino solo en la medida en que se ordena al bien. Lo que importa no son las heridas sino la realización del bien.

De ahí que no es la fortaleza la primera ni la más grande entre las virtudes.

Porque no es la dificultad ni el esfuerzo lo que constituyen a la virtud sino únicamente el bien.

La fortaleza remite a algo que por naturaleza es anterior.

La fortaleza no es independiente ni descansa en si misma. Su sentido propio le viene solo de su referencia a algo que no es ella.

La fortaleza es nombrada en tercer lugar en la serie de las virtudes cardinales.

La prudencia y la justicia preceden ala fortaleza, es decir, que sin prudencia y sin justicia no se da fortaleza; solo aquel que sea prudente y justo puede además ser valiente ; y es de todo punto imposible ser realmente valiente si antes no se es prudente y justo.

Solo el prudente puede ser valiente

La fortaleza sin prudencia no es fortaleza ; solo el prudente puede ser valiente

Fortaleza y carencia de miedo

Ser fuerte o valiente no es lo mismo que no tener miedo. Por el contrario, la virtud de la fortaleza es incompatible con la ausencia de temor. En los únicos casos que no se siente temor es cuando la persona es inconsciente, cuando no siente amor (cuando nada se ama, nada se teme) o cuando ha perdido la voluntad de vivir y cesa de sentir miedo ante la muerte. Pero la indiferencia que nace del hastío de la vida se encuentra a fabulosa distancia de la verdadera fortaleza, en la medida en que representa una inversión del orden natural. La virtud de la fortaleza no ignora el orden natural de las cosas, al que reconoce y guarda. El sujeto valeroso mantiene sus ojos bien abiertos y es consciente de que el daño a que se expone es un mal.

La fortaleza supone el miedo del hombre al mal, porque lo que mejor caracteriza no es el no conocer el miedo, sino no dejar que el miedo le impida la realización del bien.

El que, aun haciéndolo por el bien, se arriesga a un peligro sin tener conciencia o por pensar que no le va a pasar nada, ese tal no posee la virtud de la fortaleza.

El ser valiente siente miedo, cuando el pavor que experimenta se funda en la inequívoca conciencia de que la efectiva disposición de las cosas no ofrece otra opción que la de sentir un razonable miedo. El que en una situación de tan incondicionada gravedad hace frente a lo espantoso sin consentir que se le impida la práctica del bien, y ello no por ambición ni por recelo de ser tachado de cobarde, sino, y por sobre todo, por el amor del bien, o por el amor de Dios: ese y solo ese es realmente valeroso.

El martirio es el acto propio y más alto de la fortaleza.

Valiente es el que no deja que el miedo a los males perecederos y penúltimos le haga abandonar los bienes últimos y auténticos, inclinándose así ante lo que en definitiva e incondicionalmente hay que temer. El temor de lo que en definitiva debe ser temido constituye, como ¨ negativo ¨ del amor de Dios, uno de los fundamentos sencillamente necesarios de la fortaleza: ¨ el que teme a Dios ante nada tiembla ¨.

Fortaleza e ira

La relación existente que guarda la ira con la virtud de la fortaleza ha venido a resultar en amplia medida incomprensible para el cristianismo actual, y esto de debe a la influencia de una suerte de estoicismo espiritualista que ha excluido de la ética cristiana el momento de lo pasional. Esto se explica, de alguna manera, por la circunstancia de que la actividad explosiva que se manifiesta a través de la ira es la antitesis de una valentía sofrenada. Una clara situación de esto se da en una pelea donde el valiente hace uso de la ira en el ejercicio de su propio acto, sobre todo al atacar.

Se puede advertir en consecuencia como la doctrina clásica de la fortaleza rebasa las ideas convencionales hoy vigentes, no solo a las de dirección de lo pasivo sino también a las del mencionado aspecto agresivo de la virtud.

Debe quedar bien sentado que lo mas propio de la fortaleza no es el ataque, sino la resistencia y la paciencia, no porque estas sean en absoluto algo mejor y mas perfecto que el ataque y la confianza en si, sino porque la actitud real esta constituida de tal forma que no deja otro margen que la postura de oposición que la resistencia. El sistema de poder de este mundo no es en el encolerizado ataque. Sino en la resistencia, donde se esconde la última y decisiva prueba de la verdadera fortaleza, cuya esencia puede encerrarse en esta formula: amar y realizar el bien, aun en el momento en que amenaza el riesgo de la herida o de la muerte, sin jamás doblegarse ante las conveniencias. Uno de los datos o realidades fácticas fundamentales de este mundo, es que la más extrema fuerza del bien se revela en la impotencia. Y la palabra del señor: “Mirad, yo os envió como ovejas entre lobos” (Mt 10, 16) designa la situación del cristianismo en este mundo.

El solo pensamiento de ese ordene de cosas podrá resultar punto menos que insoportable para las jóvenes generaciones, lo que nos refleja la conducta de los adolescentes, la repugnancia a admitirlo y el intimo sentimiento de oposición contra la resignación de los que han capitulado puede valer justamente como la nota distintiva de la verdadera juventud.

Por lo demás, es conveniente añadir que la frase simbólica de las “ovejas entre lobos”no cobra todo su sentido más que cuando se alude por ella al estrato profundo, a la base de cuantos conflictos concretos plantea la vida, pero que solo sale a la luz del día en el caso extremo del martirio.

El propio Jesucristo, de cuya mortal angustia se nutre, al decir de los Padres de la Iglesia, la fuerza que sostiene al mártir cuando le llega el momento de tener que verter su sangre por la fe. Porque a pesar de su vida toda estaba ordenada hacia el martirio, no se limito a sufrir en silencio el ultraje.

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